Se guardaron desde 2005 en el hospital de Rafaela, ya que un médico se negó a descartarlos como residuos patogénicos; la Justicia entendió que debían tener un certificado de defunción y ser sepultados.
Evangelina Himitian – La Nacíon | Cuando su hermana le dijo que le había llegado una carta de un juzgado, Bernabela González, de 32 años, no mostró interés. Pensó que era una multa. “Paso esta tarde a tomar unos mates y me la das”, le dijo. Pasó, charlaron, matearon y se despidieron. No se acordó de la carta. Intrigada, la hermana la abrió mientras la llamaba para recordarle el tema. “Ya te dije, debe ser otra multa”, dijo Bernabela. Del otro lado, silencio. “No… No creo. Dicen que tenés que presentarte por algo de los bebés”, fue la respuesta que llegó apenas con un hilo de voz.
Así se enteró de que la historia de sus mellizos, que hacía diez años habían nacido muertos a los seis meses de gestación en el hospital de Rafaela, no había terminado. Porque fue justamente así –vía cédula judicial– como el Juzgado Civil y Comercial de Tercera Denominación de la provincia de Santa Fe notificó a 241 mujeres de la irregular situación en la que se encontraban los cuerpos de sus hijos, que nunca les habían sido entregados por su corta edad gestacional: en un armario del hospital Dr. Jaime Ferré habían encontrado 257 frascos (algunos eran mellizos) que conservaban los “cuerpos de bebés por nacer”, tal como sostiene el escrito judicial, fallecidos por muerte no provocada en el seno materno entre 2005 y 2020.
La historia parece inverosímil. Quizá lo más llamativo es que esas mujeres hayan sido notificadas de esa forma de la existencia del cuerpo de su hijo y de que podían (no era obligación) recuperarlo e iniciar el trámite para finalmente enterrarlo y cerrar años de tanto dolor. Las notificaciones llegaron a las casas de las madres en junio y julio de 2021.
“Eran fetos de embarazos que se interrumpieron antes de la semana 20 o que habían pesado menos de 500 gramos”, explica el abogado Pablo Possetto, que patrocinó la demanda judicial. Según se explica en el fallo, los responsables del área de anatomía patológica del hospital se habían negado a descartar los cuerpos junto a los residuos hospitalarios, como es la práctica habitual, que desde distintos sectores se viene cuestionando. Sin embargo, al conservarlos en el laboratorio, se había generado una amplia colección de frascos con nonatos que permanecían allí en una suerte de limbo sin destino. Legalmente había que hacer algo para resolver la situación: debían ser inscriptos en el libro de defunciones del Registro Civil local, había que generar un acta de defunción prenatal por cada uno y debían ser entregados a cada madre, con la correspondiente “licencia de inhumación de los restos para proceder a su sepultura”, indica el fallo, que lleva la firma de la jueza Ana Laura Mendoza.
Sin embargo, desde que fueron notificadas solo seis mujeres se presentaron a pedir los cuerpos de sus hijos y participaron de todo el trámite que suponía, con gastos de sepelio y traslado, misas y entierros en el cementerio. Muchas otras averiguaron, pero no avanzaron, mientras que la mayoría no se atrevió a reabrir esa etapa dolorosa. Ahora, ante el bajo nivel de respuesta, las autoridades del hospital y la Justicia deben resolver qué van a hacer con los fetos que permanecen en las estanterías del laboratorio.
La intención del médico que impulsó la demanda, Jorge Pérez, jefe de anatomía patológica del hospital, era que fueran enterrados de forma conjunta en el cementerio local. Sin embargo, la Justicia entendió que no era tan sencillo: que había que labrar actas de defunción y permisos de inhumación, notificar a las familias y permitirles hacer ellas mismas ese proceso. Incumplidos los plazos judiciales, ahora el hospital debe decidir qué hará con esos cuerpos: hasta donde pudo saber LA NACION, solo se habían labrado las actas de los bebes cuyas madres se presentaron. Esto, teniendo en cuenta que existe una medida judicial que así lo manda. Este diario consultó al director del hospital, Emilio Scarinci, pero no obtuvo respuestas. Tampoco contestó el intendente de Rafaela, Luis Castellano.
Cuando leyó toda la información que contenía la cédula judicial, Bernabela sintió que iba a colapsar. Había un teléfono para llamar. Toda su historia contenida, todo el sufrimiento de tantos años, todas esas preguntas sin respuesta, se le habían metido de golpe en el torrente sanguíneo y sentía que el corazón le iba a explotar. “No puede ser”, repetía, mientras sus lágrimas caían sobre la carta. Se acordaba de las caritas de sus mellizos, Máximo y Lola, de esos microsegundos en que aguantó verlos, antes de desviar la mirada y hundirse en esa tristeza de una década. Estaban como dormidos, acurrucados. Esas manos, esa mininariz, esos gramos que pudo sostener en su mano –apenas 400 la nena y 450 el varón– hasta que se los llevaron. Le dijeron que iban a ir a Rosario “en un tubo”, que se iban a usar para investigación. En cambio, según decía la carta, tenía la posibilidad de volver a verlos, de enterrarlos, de cerrar esa historia. O de volverla a abrir, y quedar otra vez atrapada en ese dolor que pocos comprenden y que a ella le sacó las ganas de todo, incluso de volver a ser madre.
Lloró, grito, aguantó el impulso de salir corriendo y meterse al hospital a buscar los cuerpos, experimentó la bronca de no haber sabido, habló mucho con su familia. Hasta que dos horas antes de que la cita que le habían dado, no pudo más y llamó. Todavía tenía que esperar. Cuando finalmente la atendieron, Pérez en persona le explicó: sus hijos, que habían nacido sin vida el 26 de noviembre de 2012, luego de que hubiera roto bolsa, estaban conservados en dos frascos con rosca en el hospital. Si quería, podía ir a buscarlos, pero antes había que iniciar el trámite.
“Mi intención, cuando presentamos la demanda era que se resolviera la situación de todos estos bebés. La realidad es que desde 2005, cuando asumí como jefe del servicio, todos los fetos sin vida que llegaron al laboratorio, luego de ser analizados para determinar las causas de las muertes, fueron conservados en frascos con formol al 10%. Nunca me pareció un acto de humanidad descartarlos con los residuos patógenos, como puede ser un tumor o una vesícula. Fue una decisión compartida con los miembros de mi equipo. Hace algún tiempo, en una conversación con Possetto le comenté que me parecía importante que recibieran sepultura. Mi intención era pedir autorización para llevarlos todos juntos al cementerio, pero caímos en cuenta de que esto tenía otra complejidad. Desde el hospital siempre me apoyaron, sí me pidieron que esto no generara más gastos, pero claro no es sencillo destinar el personal que se requiere para completar todas las instancias de los trámites necesarios. Solo puedo decir que las mujeres que vinieron primero estaban shockeadas, pero después muy agradecidas. Algunas mamás, incluso, pidieron ver los cuerpos fuera de los frascos y acompañamos ese momento con mucho respeto y resguardo”, describe Pérez.
El fallo ratifica un argumento presentado por la demanda: que, según la ley 26.413, “todos los actos o hechos que den origen, alteren o modifiquen el estado civil de las personas deberán inscribirse”. Y detalla: “corresponde al Registro Civil proporcionar los datos necesarios para que se elaboren las estadísticas vitales, correspondientes a nacimientos, defunciones, defunciones de niños menores de un año, defunciones fetales, matrimonios, divorcios, filiaciones y adopciones”.
También menciona la ley de identificación dactiloscópica, que establece que las huellas dactilares se forman a partir del sexto mes de la vida uterina, cuyo artículo 3 dice que las excepciones son los fetos muertos de menos de 20 semanas de gestación y/o menos de 500 gramos, “aunque esto no desaparece el deber y la obligación del registro en el organismo respectivo”, sostiene. También se menciona el nuevo Código Civil, que considera que desde la concepción la persona tiene derecho al reconocimiento de su personalidad y puntualiza que la inscripción protege derechos inalienables al nasciturus (persona por nacer): a la identidad y a la recepción de una digna sepultura.
En el fallo se aclara que al constatar la existencia de los frascos con cuerpos de bebes, el hospital informó que sí se habían registrado las defunciones fetales, y aportó un registro que permitió establecer los nombres de las mujeres que perdieron sus embarazos y determinar a quién correspondía cada feto, ya que los frascos están rotulados con el nombre de la madre.
Lo que no se hizo fue generar los certificados de inscripción de esas defunciones, para poder realizar el acta de defunción y el permiso de inhumación para que las familias puedan retirar los cuerpos de sus hijos nonatos –siempre mediante un servicio funerario, ya que no está permitido hacerlo por cuenta propia– y enterrarlos.
Este punto no hacía las cosas muy sencillas. De las seis mujeres que se presentaron a pedir los cuerpos de sus hijos, dos eran de Rafaela; tres de San Cristóbal, a unos 150 kilómetros de Rafaela, y una de Mendoza. Esta última tuvo que tomarse vacaciones para poder completar el trámite y casi desiste cuando se enteró del costo que tenía poder trasladar los restos de su hijo. Sin embargo, Possetto y algunos vecinos de Rafaela organizaron la ayuda para que fuera posible.
“El fallo es contundente y revolucionario. Esto debería cambiar el manejo que hoy existe sobre los cuerpos de los bebés que mueren antes de nacer y que pesan menos de 500 gramos y terminan en la basura hospitalaria. ¿Cuál es la diferencia de pesar 400 o 600 gramos? La dignidad humana es la misma. Esto no tiene nada que ver con el aborto. Son bebés deseados que fallecieron en muertes no provocadas, que debido a su peso no recibieron el trato digno que todo ser humano merece. Las familias están agradecidas y sienten que esto fue como sacar una espina y que empezara a drenar. Había mucho dolor acumulado”, apunta Possetto.
Bernabela recuerda el 22 de febrero de 2022 como el día en que, a pesar de las lágrimas, pudo volver a sonreír. Ese día, Máximo y Lola fueron enterrados en el cementerio, junto con su abuela. Aunque le dieron la posibilidad, no quiso verlos. En cambio, sus dos hermanas y la madrina de los bebés, sí, en el laboratorio de Pérez. Después, fueron a cenar con Bernabela y lloraron las cuatro abrazadas, le contaron los detalles, los dedos, las caras como sonrientes. No quiso verlos para no perder el recuerdo que tenía de ellos del día que nacieron. Cuando por fin los enterraron, sintió que algo empezaba a cerrar. “Este año terminé el secundario, me pude mudar sola y ahora sé que ellos están en paz, tal vez me anime a volver a ser mamá”, cuenta. Bernabela lleva tatuados los nombres de sus hijos en los brazos. Ahora lucha judicialmente para que le permitan inscribir, aunque sea como anotación marginal, los nombres en la partida de defunción. “No quiero que sean NN”, aclara.
Camila Barbero tiene 29 años. Hace cinco años, cuando estaba embarazada de 20 semanas, contrajo una bacteria que detuvo el crecimiento de Miqueas Emanuel. Cuando llegó al hospital de San Cristóbal, le explicaron que ya no había nada que hacer y le indujeron el parto. Cuando nació, sin vida, una enfermera le preguntó si quería verlo; ella dijo que no porque no resistía el dolor. Entonces cerró los ojos y pidió que se lo describiera al oído. Le dijo “Tiene todos los deditos, la nariz es perfecta, muy chiquita, parecida a la tuya”. Camila vivió todos los días que siguieron con esa imagen que se dibujó en su mente. Cuando dos años después llegó Lara, su “hija arco iris”, como le dice, tuvo que enfrentar muchos sus miedos. Volver a ser madre le sirvió para sanar. Lara ya tiene tres años. Hace un año y medio, Camila había salido y su madre recibió una carta del correo y la abrió. Cuando se la mostró a Camila, no le creyó. “Debe ser una joda. ¿Pero quién jugaría con algo así?”, pensó.
A medida que esperaba que le llegara la fecha para presentarse en el hospital, cada noche soñaba con que por fin se animaba a verlo. “Yo sabía que iba a ser como me lo había dibujado”, cuenta. Fueron tres las familias de San Cristóbal que se presentaron al hospital. Hicieron el trámite conjunto para afrontar los gastos del traslado. Sin embargo, cuando iban a preparar a Miqueas para que lo pudiera ver, el señor de la funeraria le recomendó que no porque no estaba en condiciones. Camila abrazó el frasco; su marido y su hija, también. Lo rodearon con la mantita de lana que le había tejido y lo dejaron adentro del cajón blanco. Así lo enterraron en el cementerio de San Cristóbal, en una ceremonia con poca gente, pero que les permitió cerrar tanto dolor. “No sé cómo funciona, pero a partir de ese día las preguntas de mi cabeza pararon. Creo que Dios preparó esto para permitirme sanar. Ahora ya sé dónde está mi hijo, y cuando estoy triste le llevo una flor y se me pasa”, dice.